Nuevamente les traigo la acuciosidad del amigo VALENTÍN MURO. Él tiene la capacidad para visualizar todas las formas posibles que expliquen un hecho o una situación, es decir; agota todas las posibilidades de hacer sus escritos excelentemente bien de manera que no admitan réplica o corrección alguna posible.
Cómo funciona dedicar una canción
“¡Cuán poco se requiere para ser feliz!”, escribía Nietzsche. “Sin música, la vida sería un error”.
Estoy seguro de que en algún rincón de la casa en la que crecí hay una caja con una docena de videocassettes, cada uno con su meticulosa selección de videos musicales, coleccionados más por el placer de la captura que por otra cosa.
Agazapado en el sillón, memorizaba el orden y me preparaba, atento frente al televisor, para disparar el botón de REC en el momento exacto. Unos segundos tarde y habría que esperar, como si fuera un cometa, a que volviera a pasar.
Hubo una época en la que cazar un video en MTV era casi como atrapar pokémones. Pero fue recién cuando descubrí internet que pude exclamar: ¡Cuán poco se requiere para ser feliz!
En una libreta anotaba canciones que luego bajaba. Mis aficiones coleccionistas ahora prescindían de las limitaciones insalvables de la videocasetera, y como un artista renacentista las ubicaba en orden como si fueran las pinceladas de una obra maestra.
Cada canción debía tener su lugar y completar mi mensaje, fuera cual fuera.
“Los mixtapes son como cápsulas del tiempo personales”, dice Jason Bitner en Cassette from my ex (2009). “No sólo nos queda la música y el arte de tapa, sino también los recuerdos que nos traen cada una de las canciones que elegimos a mano”.
Sentarse durante horas a escuchar, elegir, ordenar, quitar, agregar, y repetir cuantas veces haga falta es un arte en sí mismo. Y es, mayormente, una tarea que requiere de profundo amor y el coraje de jugarnos el ego en la cancha. O, mejor dicho, en la cinta.
Cuenta David Byrne en How Music Works (2012) que cuando Philips introdujo los cassettes en los años 60 solo se usaban para grabar en baja calidad, pero fines de los 70s estaban en todos lados. No solo estos eran pequeños y baratos, sino que se podían grabar en casa.
De repente podían grabarse mensajes para alguien que estaba lejos, un demo de nuestra banda o incluso nuestras canciones favoritas de la radio. Esperablemente, los popes de la industria pusieron el grito en el cielo y sentenciaron que grabar cassettes en casa estaba “matando a la música”.
La música, vale aclarar, parecía estar más viva que nunca y algunas bandas punk incluso dejaban de un lado del cassette la leyenda “Grabar en casa está matando las ganancias de la industria. Dejamos este lado en blanco para que puedas ayudar a lograrlo”.
Los cassettes, sin embargo, inauguraron algo aún más revolucionario: liberaron a las canciones de sus álbumes. Sin importar el rol narrativo que pudieran cumplir en sus discos de origen, ahora las canciones, libres, podían ser recombinadas a piacere. Parafraseando a Gustavo Cerati, en esta nueva forma de expresión desordenamos canciones para hacerte aparecer.
“Los mixtapes que hacíamos eran un espejo musical”, escribe Byrne. “La tristeza, el enojo o la frustración que sentías en un momento dado podía encapsularse en una selección de canciones”. Este primitivo antecedente de las playlists “era tu amigo, tu psiquiatra —y tu consuelo”, siempre a mano para cuando lo necesitáramos.
Pero el gesto de elegir canciones para alguien más también puede pensarse como una forma de potlatch, la costumbre de algunos nativos americanos de la costa noroeste del Pacífico en Norteamérica según la cual dar un regalo exige recibir un futuro regalo en reciprocidad. “Esto es lo que soy, y con estas canciones quizá me conozcas mejor”
Obviamente los mixtapes no inventaron internet, pero como dice Don MacKinnon, en cierto modo sí inventaron lo que hoy hacemos en internet: encontramos algo que nos gusta y lo publicamos junto con algunas palabras que describen nuestra relación con aquello que compartimos.
Esta síntesis de la cultura del compartir —tomar algo por aquí, comentarlo, y compartirlo por allí— es exactamente lo que tiene por detrás el grabar un mixtape o hacer una playlist. Y es en la falta de dedicación y atención al detalle característico de las redes sociales que nos genera hastío por lo impersonal donde la curaduría gana nuevamente el papel principal.
También es cierto que escuchar la música que alguien nos eligió puede fácilmente convertirse en una experiencia rayante en lo abrumador, pero que si nos dejamos llevar puede envolvernos y, como una soga para encontrar la salida de una cueva, recordarnos el planeta del que venimos.
En Guardians of the Galaxy (2014), por ejemplo, el protagonista no se separa ni por un momento de un walkman ochentoso cuya cinta, grabada por su madre, hace de banda sonora a sus aventuras. El objeto, quizá irreconocible para medio cine, es indiscutiblemente su posesión más preciada, y las canciones, ya mezcladas y en manos del destinatario, se nos escapan y cobran vida propia.
Pero mucho antes de que mixtapes de ficción animaran las secuencias de Hollywood, la humanidad lanzó al espacio el mixtape más caro alguna vez concebido. A bordo de ambas sondas espaciales Voyager — que desde 1977 se alejan de nosotros a través del Sistema Solar — Carl Sagan y Ann Druyan incluyeron un disco de oro con una cuidadosa selección de sonidos elegida para representar la diversidad de la vida y la cultura en la Tierra.
En Mix Tape: The Art of Cassette Culture (2004), Thurston Moore dice que es imposible contener lo que se comparte a través de la música. Y algo de eso es lo que pasó con el mixtape de oro interplanetario: fue durante su grabación que Sagan y Druyan se enamoraron aunque, preocupados por la misión, esperaron a que el Voyager 1 despegara para comentarle a sus respectivas parejas las buenas (y malas) noticias y casarse finalmente.
“Ya no existen los locales de música y ya no nos regalamos mixtapes”, advierte la escritora Whitney Kenerly. “Dejamos que los algoritmos elijan la banda sonora de nuestros días, y eso nos ha cambiado de formas que aún no podemos siquiera comenzar a entender”.
Casi como regalar un libro, dedicar una canción, o una selección de canciones, implica capturar el amor que sentimos por cierta música buscando que alguien a quien queremos pueda sentir lo mismo por ella. El mixtape perfecto, podemos arriesgar, debería tener la cuota exacta de “este soy yo, esto es lo que sé y esto es lo que puedo mostrarte” equilibrado con “sé quien sos, lo que te gusta, y es en eso en lo que pensé cuando preparé esto para vos”.
Aunque, como nos advierte Rob en High Fidelity (1995) de Nick Hornby, hacer un mixtape puede involucrar muchas reglas, y es por eso que no intentaremos cubrirlas aquí. Lo más importante, podríamos decir, es lograr transmitir que esas canciones fueron elegidas especialmente para la otra persona.
No importa si es en un cassette, un CD, una playlist o en un disco de oro a bordo de una sonda espacial diseñado para durar mil millones de años, lo único indispensable es lograr que la música haga sentir lo que nosotros sentimos.